2.1 La ética de Demócrito

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El catálogo de las obras de Demócrito, enumera ocho tratados dedicados a la ética: “Pitágoras”, “Sobre la disposición de ánimo del sabio”, “Sobre el Hades”, “Tritogenia”, “Sobre la valentía o sobre la virtud”, “El cuerno de Amaltea”, “Sobre el buen ánimo” y “Apuntes morales”. También se menciona otra obra perdida, que se llamaría “Bienestar” (fr.277).

La atribución de alguna de estas obras a Demócrito es discutida, pero no cabe duda de que su número expresa claramente la preocupación del abderita por las cuestiones éticas. Queda fuera de las posibilidades de este trabajo, por otra parte, examinar hasta qué punto es lícito hablar de ética, entendida como una disciplina conscientemente elaborada, por parte de Demócrito. Quizá sea conveniente recordar, sin embargo, uno de los muchos elogios de Aristóteles a Demócrito, en el que parece claro que éste aplicó un método riguroso a cualquier asunto, y es de suponer que también a la ética: “En general, ninguno trató tema alguno sino superficialmente, a excepción de Demócrito. Éste, en efecto, parece haberse preocupado por todo y se distingue, entonces, de los demás ya en su forma de proceder” (fr.287).

La primera coincidencia de Aristóteles y Demócrito se halla en la subordinación de la ética a la política, que Demócrito expresa en un texto muy acorde con las ideas de Aristóteles comentadas en el apartado 2:

“Se debe dar más importancia a los asuntos de la ciudad que a los demás… cuando ella se salva, todo se salva; cuando ella se corrompe, todo se corrompe (fr.724).”

Sin embargo, la propia vida de Demócrito es equívoca en este asunto: por un lado fue juzgado por abandonar sus bienes y sus asuntos civiles (fr.262 y 263); por otro, se dice que acabó siendo gobernador de Abdera (fr.246).


2.2 La felicidad es el bien supremo y el fin de la vida

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Según Cicerón, la cuestión ética fundamental de la felicidad fue determinante en Demócrito: “Demócrito descuidó sus bienes y su fortuna para buscar la felicidad, que hacía consistir en el conocimiento de las cosas; de esta investigación de la naturaleza quería que se originase el buen ánimo” (fr.740).

La cita de Cicerón nos permite hablar sin más preámbulo de aquello que Demócrito considera el bien supremo. En efecto, Demócrito, del mismo modo que lo hará Aristóteles, se pregunta cuál es el fin de la vida humana y concluye que es el buen ánimo (fr.735). Este buen ánimo no es otra cosa que la felicidad (fr.739). La coincidencia con Aristóteles es en este punto casi absoluta, excepto en el hecho de que Demócrito prefiere emplear como concepto básico el de buen ánimo (euthymia) y no el de felicidad (eudaimonía), aunque, llegado el caso, los declara sinónimos e incluso utiliza otros equivalentes, como bienestar (fr.734): “A la felicidad llama [Demócrito] buen ánimo, bienestar, armonía, simetría e imperturbabilidad” (fr.742).

Así pues, como señalan los comentadores de los fragmentos de Demócrito (en la edición de los Presocráticos III de Gredos), para Demócrito “el buen ánimo es el télos (fin) de la vida, y el supremo bien (to krátiston), que coincide con la felicidad (nota 293). Este buen ánimo es “el estado en el que el alma está serena y equilibrada, porque no la perturba ningún temor, ni el miedo a los dioses ni ninguna otra afección” (fr.734).


2.3 Los bienes exteriores

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Para Demócrito, “la felicidad o desgracia humana no puede depender del azar ni de los dioses (fr.691)”, algo que Aristóteles expresa de muchas maneras. Asimismo, “ni el cuerpo ni las riquezas proporcionan felicidad a los hombres, sino la rectitud y la prudencia” (lamentablemente, también queda fuera de los límites de este trabajo analizar la gran importancia que para Aristóteles tiene la prudencia, virtud dianoética, como mejor guía para alcanzar la felicidad[1]). Y a pesar de que las riquezas no son la felicidad, Demócrito no las rechaza de manera absoluta: “Procurarse riquezas no es cosa inútil, pero es el peor de los males si su origen es la injusticia (fr.910)”. En esto, evidentemente, tampoco se aleja de Aristóteles: ambos propondrían una respuesta intermedia, y tal vez la más coherente, entre la ética del protestantismo y la del catolicismo, tal como se expresa en la célebre distinción de Max Weber.Ahora bien, para Demócrito, las vicisitudes pueden incluso tener un carácter terapéutico desde el punto de vista moral, pues “aquellos que carecen de inteligencia se vuelven sabios en el infortunio” (fr.886).

En conclusión, la proximidad de los análisis de Demócrito y de Aristóteles acerca de los bienes exteriores, es muy notable también. Como lo es el hecho de que ambos filósofos cifren la felicidad en el cumplimiento de la función propia del ser humano, que no es otra que la razón: “El hombre es feliz por su propio pensar y actuar racionales” (fr.691).


[1] Sobre el concepto de prudencia en Aristóteles, existe un libro excelente: La prudence chez Aristote, de Pierre Aubenque, en el que se muestra la importancia central de esa noción en la ética de Aristóteles.

2.6 Pensamiento, palabra y acción

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Hay un asunto que interesa de manera muy especial a Demócrito, pero que Aristóteles apenas examina directamente en la Ética a Nicómaco (tal vez porque se trata de la condición implícita en la investigación misma), aunque al parecer sí lo hace en el Protréptico. Se trata de la adecuación entre la reflexión interna, el discurso o expresión pública y la acción. Así, dice Demócrito: “Tres son las consecuencias de ser sabio: deliberar bien, hablar bien y obrar como se debe” (fr.830 y 831), y critica a aquellos que “actuando de la manera más despreciable hacen gala de los más bellos discursos” (fr.700). Pero el interés por esta cuestión lo muestra antes que nada el hecho de que Demócrito llegó a dar un nombre a la adecuación de pensamiento, palabra y acción: Tritogenia, que es también el título de uno de sus libros, en el que, al parecer, Atenea tritogenia representaba la sabiduría, definida como esa adecuación. Que yo sepa, sólo en la India se ha creado un nombre (satya, si no recuerdo mal), y con ello formado un concepto, para dar sentido a la unión y consecuencia de esas tres facultades, que es la definición y descripción misma de la sabiduría y del sabio, mientras que en la tradición occidental es fácil hallar ejemplos de pensadores que rechazan incluso la idea de hacer coincidir lo que se dice que hay que hacer y lo que se hace efectivamente. Séneca, por ejemplo, dedica los últimos capítulos de su libro Sobre la felicidad a justificarse por esta aparente, para él, incoherencia; Schopenhauer también defendía vehementemente que el sabio no tiene por qué seguir sus propios consejos.


2.7 Conclusión

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Sólo queda por comentar una cuestión que es tal vez la central en todo estudio de la ética aristotélica: el de su misma definición. La de Aristóteles es el ejemplo más repetido y el modelo más señalado de ética eudemonista, y además teleológicamente eudemonista. Sin embargo, ambos conceptos nos son tan trasparentes, ni su aplicación tan evidente como pueda parecer. Si no un error, la definición de la ética aristotélica como eudemonista puede ser una gran simplificación, o la descripción de un hecho trivial, pero no carente de consecuencias. ¿Es la ética de Aristóteles, en definitiva, eudemonista? Parece serlo, desde el momento en que el propio Aristóteles así lo afirma, pero, como se ve claramente en el texto citado en la nota 9, también las demás éticas a las que se enfrenta lo son (a excepción tal vez de la de Platón): Todos los hombres están de acuerdo en que el bien supremo es la felicidad. Esto significa que la ética de Aristóteles es eudemonista, sí, pero de un modo semejante a como la física es materialista, o la matemática “calculista”. es decir, que el hecho de que aquello que estudian, y admiten estudiar, los físicos sea la materia (lo que Aristóteles definiría como el ente móvil), no significa ni mucho menos que todos ellos (los físicos) tengan un mismo concepto de qué sea la materia. La materia, tal como se define, por ejemplo, por las teorías más avanzadas de la Física actual, no se parece en nada a la materia tal como fue entendida hasta finales del siglo XIX. Los físicos actuales, aún reconociendo que se dedican a estudiar los fenómenos puramente físicos, y no los espirituales, no los biológicos, por ejemplo, pueden llegar no sólo a cuestionar la noción clásica de materia, sino a definir ésta como algo muy cercano a eso que se llamaba espíritu. Con ello, se ve que incluso una actividad definida como materialista, puede al final cuestionar su mismo presupuesto central cuando llega el momento de definirlo. Lo mismo sucede con la ética de Aristóteles: el fin de la misma es la felicidad, por supuesto, pero también lo es para la ética de Demócrito, la de los epicúreos, la de los estoicos (sutilezas terminológicas aparte) y muchas otras. Intentar acercarse a la ética aristotélica desde la oposición que enfrenta a las éticas eudemonistas con las no eudemonistas, o materiales frente a formales (que suelen fecharse a partir de Kant) es correr el riesgo de malinterpretar y no llegar a comprender la especificidad misma de la ética aristotélica, e incluso de ni siquiera ver los puntos de contacto que se pueden establecer entre ella y algunos de los desarrollos propuestos por las llamadas éticas no eudemonistas y las de los valores. La causa de esta confusión que lleva frecuentemente a un estéril academicismo terminológico en el que los perfiles de las palabras impide ver el trazo conceptual, tal vez se halle en el propio Aristóteles.

Porque Aristóteles se plantea varias cuestiones que quizá no sean equivalentes. Se pregunta, en efecto cuál es el fin al que deben aspirar los hombres, y cuál es el fin al que quieren aspirar los hombres. Se pregunta, dicho de otro modo, cuál sería el estado ideal que definiría al hombre feliz, pero también cuál es la función propia del hombre, que éste tiene que cumplir para ser verdaderamente hombre. Por ello, la ética de Aristóteles parece exigir, o al menos eso me parece, el cumplimiento de unas condiciones fundadas ante todo en el vivir conforme a la razón. A quien cumple estas condiciones no le está asegurada la felicidad en su pleno sentido, de tal modo que si le preguntáramos si es feliz por cumplir los dictados de la razón, podría respondernos: “No lo sé, pero sé que sería infeliz si no pudiera [o no pudiera intentar] cumplirlos”. No me es posible tratar con el rigor y extensión precisos este asunto, ni tampoco el de la concepción teleologista de Aristóteles, que ha causado no menos confusión en sus comentadores.